La cocina de mi abuela estaba ubicada estratégicamente en el centro del
patio de la casa. Su dinámico recinto gastronómico fue diseñado con paredes de
adobe y ladrillo, las cuales tenían en su parte más alta varios huecos para
facilitar salida del humo y la ventilación, completando su estructura con un
resistente techo de zinc. Todos los días a la entrada del portón de la casa, el
pacientoso abuelo esperaba sentado en
una silla la llegada del vendedor de leña, con su pesada mercancía montada sobre
el lomo de un dócil burro. Luego de efectuar la compra, procedía a picarla en
pequeños trozos con una afilada hacha para llevarla después a la cocina.
Desde muy temprano en la mañana, la dinámica abuela prendía el fogón para iniciar la faena con la preparación del tradicional café, poniéndolo a hervir con agua en una ollita para luego colarlo en una vistosa manguera de liencillo y finalmente servirlo en un pocillo de peltre, acompañado de rodajas de pan dulce para deleite de la familia. Seguidamente, montaba el budare en las tres grandes topias del fogón. Cuando estaba muy caliente dicho aposento, agregaba la masa de harina que había obtenido sancochando el maíz pilado para pasarlo a continuación por un molino Corona, hasta obtener el codiciado producto. A los pocos minutos, saldrían de allí las originales “arepas burreras o tumbabudare” listas para comerlas con el relleno apetitoso del día. Como dato curioso”…mi abuela nunca aprendió lo que es la geometría/pero una arepa en sus manos/redondita le salía/…”, tal como lo pregonara acertadamente el cantor margariteño Perucho Aguirre.
Desde muy temprano en la mañana, la dinámica abuela prendía el fogón para iniciar la faena con la preparación del tradicional café, poniéndolo a hervir con agua en una ollita para luego colarlo en una vistosa manguera de liencillo y finalmente servirlo en un pocillo de peltre, acompañado de rodajas de pan dulce para deleite de la familia. Seguidamente, montaba el budare en las tres grandes topias del fogón. Cuando estaba muy caliente dicho aposento, agregaba la masa de harina que había obtenido sancochando el maíz pilado para pasarlo a continuación por un molino Corona, hasta obtener el codiciado producto. A los pocos minutos, saldrían de allí las originales “arepas burreras o tumbabudare” listas para comerlas con el relleno apetitoso del día. Como dato curioso”…mi abuela nunca aprendió lo que es la geometría/pero una arepa en sus manos/redondita le salía/…”, tal como lo pregonara acertadamente el cantor margariteño Perucho Aguirre.
Aquellos fogones fueron anfitriones de muchas recetas culinarias figurando,
entre tantas, el sabroso perico preparado con huevo revuelto y aliño, frijoles
con patica de cochino, sancocho de gallina, mute de chivo, hígado en salsa,
chicharronada, sopa de caraotas negras y, sin olvidar, las tradicionales
hallacas y bollos navideños cocinados en lata mantequera.
La sazón de la abuela quedará por siempre en el museo espiritual del
recuerdo de nuestra familia como un justo
reconocimiento a su trabajo diario desplegado con honestidad, lealtad y
devoción, en el teatro tradicional de la cocina
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