Por: Enrique Ochoa Antich
Quihubo, Duque:
Vos aprobás el Estatuto de Protección Temporal para los venezolanos que han emigrado a la hermana república, y quien suscribe hasta rubricó una declaración binacional, con académicos y miembros de organizaciones sociales, humanitarias y empresariales, recibiendo con optimismo y esperanza la decisión tomada. No que sea una pócima berraca para todos los males, pero si ayuda a que dos millones de venezolanos al menos paleen o prevengan los abusos, insultos xenófobos y marginaciones que no pocos han padecido, pues no voy a regatearle ese apoyo. Hace mal el gobierno de mi país riñendo con el suyo hasta por eso. El Estatuto no será una panacea, pero aguanta. Echando números, y dicho sea de paso, buena parte de ellos son hijos y nietos de la millonada de cachacos y costeños que en esta patria de Bolívar recibimos por décadas, así que hace bien su merced en regularizarles su estadía por aquellas tierras. Tampoco como para ponerse de lambón como el diputado ése que por acá se dice presidente encargado y no es presidente de nada... pero listo, genial, firmé el comunicado.
Lástima que tanto empeño no se procure en otras áreas. Meses atrás, le escribí exigiéndole concertar con el presidente Maduro una acción mancomunada para enfrentar en la frontera esa peste que nos tiene achicopalados (y eso que aquí no nos ha ido tan mal, así sea por la pavorosa depresión económica que padecemos a causa del estatismo y del populismo ...y, last but not least, de las sanciones gringas). Hasta le esgrimí mis tres años de estudios primarios en el Gimnasio Moderno de Bogotá, durante los cuales entoné el ¡Oh, gloria inmarcesible! ¡Oh, júbilo inmortal! todos los viernes ante el común tricolor que Miranda izara en La Vela de Coro en 1806, a ver si conmovía su alma pétrea. La lacónica respuesta que recibí de su parte, echando al olvido a quienes sufrían y sufren al margen de la diatriba política, fue que su gobierno no mantenía relaciones con el gobierno de Maduro... y punto final. Con razón lo que una mayoría de allá y de acá siente con esta inútil y absurda camorra, es pura jartera. No quiero hacerme el lagarto ni el saltatapias, porque es asunto interno de su país, pero lo que su pueblo está sintiendo con su gobierno: con las masacres, con los escándalos de corrupción, con los testigos comprados, con las trampas electorales, con las abisales desigualdades entre los oligarcas y la gente humilde, no es sino una repulsa cada vez más y más visceral.
Así pasa también con el temazo de los grupos irregulares y del narcotráfico. Dicha sea la verdad, ni ustedes ni nosotros tenemos mucha autoridad ni política ni moral para levantar la voz a este respecto: cuando se pasa la mirada por nuestra común frontera, no de ahora sino de siempre, los matarifes de izquierda o de derecha, y los contrabandistas de un lado y del otro, y los militares de allá o de acá, más o menos hacen lo que se les viene en gana. Pero no chicanee su merced como si pavo real fuese, no alardee de que su gobierno combate como ningún otro el tráfico de drogas. Uno no debe jactarse de lo que no tiene, aunque se diga, no sin razón, que suele ocurrir lo contrario. Y menos señale la paja en el ojo venezolano sin ver la viga en el suyo.
Primero, que si de grupos irregulares hablamos, Colombia va para un siglo (desde Gaitán, ¿recuerda?) con casi un tercio de su territorio controlado por ellos: por estos lares, nos pacificamos a partir de 1967 y vivimos dos décadas de relativa paz política y social, hasta los sucesos de febrero y marzo de 1989 y de febrero y noviembre de 1992, y aunque no es nuevo, sí es cosa de reciente factura la presencia de organizaciones irregulares armadas por nuestro territorio, en particular provenientes de su país.
Y segundo, que si la charla es acerca del narcotráfico, la pregunta que nos hacemos los venezolanos, y podría decir que los habitantes informados del planeta, es si no son más narcoestados los que toleran la producción del ¡70 o el 80 % de la cocaína del mundo!, como es el caso de Colombia, y su venta y consumo a diario, en cada calle, en cada plaza, en decenas de millones de hogares, como es el de los EEUU, lo que no es pensable que se haga sin la connivencia de políticos, militares, policías, jueces y empresarios en uno y otro país (y lo dice quien ha terminado por concluir que el único modo de superar sus nocivas consecuencias más protuberantes: corrupción, homicidios, adicción masiva, etc., es encontrar un modo socialmente aceptable para su legalización): yo que lo he leído de cabo a rabo, puedo decirle que ante esta descomunal viga en su ojo y en el de la sociedad estadounidense, el informe del fiscal Barr que acusó sin prueba alguna a Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino de estar incursos en tráfico de estupefacientes, ¡y puso precio a sus cabezas!, es una pequeñita paja que se quita con un leve soplido. ¿Que hay aquí, y ha habido desde hace muchas, muchas décadas, militares, y jueces, y policías, y seguramente políticos involucrados en el tráfico de la droga que se fabrica en Colombia y se consume en EEUU y Europa? Seguro que sí. Y no hay duda de que eso es censurable. Pero, digo yo, como que primero se debe ordenar un poco la casa propia antes de escrutar y censurar lo que pasa en la ajena.
Así que hágale y coja oficio. Mírele la cara a sus problemas que son muchos y muy grandes y deje de escudarse en los nuestros, que son también, ¿qué duda cabe?, grandes y muchos.
Y a su merced le aconsejaría, como veneco que soy y a mucha honra, y al gobierno de mi país también: por favor, ¡párenle ya! ¿No se cansan de tanto pleito inútil cuando ambos pueblos se encuentran sumidos en espantosas catástrofes económicas y sociales? Lo único que nos va a quedar de todo eso es el guayabo, y de eso ya tenemos historia: luego que el sueño de Colombia la grande, forjado en Angostura, se trizara por las incomprensiones y desencuentros de bolivarianos y santanderistas, sólo restó el arrepentimiento por tamaña pendejada (y le cuento que en la disputa de aquellos dos grandes hombres posteriormente a Ayacucho, leídas muchas de las cartas de Santander a Bolívar, y hurgando en muchas de las numerosas biografías del Libertador y en sus grandes aciertos pero también en sus notables errores, no cicateo la razón a quien era vicepresidente de nuestra república). Qué bacano sería que ambos gobiernos, cada uno sin arriar sus ideales, pudiesen volver a encontrarse para pactar políticas comunes que, en una lógica de ganar/ganar, nos sirvan a todos.
No olviden su merced y sus paisanos lo que escribió el Gabo en la frase final de la más monumental de sus novelas: que los pueblos condenados a cien años de soledad, no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.
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