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Por: Héctor Camacho Aular.
Cuando
apareció, por primera vez en la ciudad, aquel fabuloso Chrysler Imperial 1959
conducido por el reputado médico fundador de la primera clínica que funcionó en
el estado, se convirtió al instante, en un vivo espectáculo. Era un lujoso
carro color terracota dotado en su interior de asientos mullidos y de un
moderno recetario con botones automáticos para ser utilizados en apremiantes
circunstancias. Gozaba también de una amplia maletera elegantemente escoltada
en su exterior por dos enormes colas a los lados. Además tenía cuatro rines con
tapas muy brillantes. De allí la fama de ser un automóvil “Sweet drive”. Su flamante dueño, al final de la tarde solía
recorrer en él todas las calles y avenidas
de la ciudad, tenía la costumbre de
colocar siempre su largo brazo izquierdo en la puerta de conducir. Llegada la
noche guardaba su coche religiosamente en el espacioso garaje de su residencia
y, de inmediato, colocaba un inmenso candado en la puerta del mismo. Al entrar
a su habitación encendía de inmediato el televisor, para enterarse de las
noticias recientes hasta quedarse
profundamente dormido.
Todos los fines de semana, el más travieso
de sus hijos, esperaba nerviosamente que su padre cayera en los brazos de
Morfeo para salir a pasear en el llamativo automóvil, en compañía de sus dos
fieles amigos. Como era de imaginarse logró sacar, a escondidas, copias de las
llaves tanto del carro como del candado del portón. En una ocasión, para lograr
sacarlo del garaje, lo empujaron sin
prenderlo con la mala suerte de que su parachoques trasero derribó la pared de
la casa de enfrente. Muy temprano en la mañana al atribulado vecino se le escuchó decir, con resignación: “Ese
fue el doctor que tuvo que salir, para atender una emergencia. No le diré nada.
Afortunadamente tengo bloques y cementos de sobra”.
En otra oportunidad, el inquieto hijo salió
a parrandear con sus inseparables amigos en el elegante Imperial hasta altas
horas de la madrugada. Terminada la farra, para guardar el carro inmediatamente abrieron
y cerraron el portón sin hacer ruido .Luego cuando se disponían a sacar de la
maletera las cajas de cerveza vacías se les asomó por la ventana el angustiado
doctor mostrándole a los muchachos una
gruesa correa dominicana y en tono enérgico les dijo: “Espérenme allí que les
voy a enseñar cómo se baila el merengue ripiao”. Sus amigos al escuchar
semejante invitación uno, saltó por encima del garaje y, el segundo, corrió por el tejado de la casa del otro
vecino, logrando romper en su huída ciento cuarenta y dos tejas en cuestión de
segundos.
Años después, otro famoso carro coparía la
escena en la ciudad. Esta vez, sería el automóvil con motor niquelado propiedad
del excéntrico comandante de la policía de la región. Pero esa será otra vivencia
más para contar.
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