Esa montaña que desde muchísimos años bendice
nuestro yo interior con su perfumado
manto verde estoy seguro que nunca ha dejado de cumplir, ante el luminoso
universo, con el ritual de amor que le
ha encomendado la sabia naturaleza. Por esos
verdes prados conviven, en perfecta armonía, múltiples legiones de
pájaros trajeados con variados colores que jamás se cansan de trinar dulces melodías
celestiales, en los espaciosos escenarios de los arboles. Cada día, desde muy
temprano en la mañana, sale el enorme batallón de hormigas milenarias a
realizar las acostumbradas caminatas de largo alcance por los complicados
túneles de aquella selva virgen.
Todos los días, a medida que va saliendo el sol, se abre un gran abanico multicolor en las ramas de los árboles para presentar solemnemente a las vistosas lagartijas con su renovado show, orientado a mimetizar su presencia. Muy cerca de allí, estará el sagrado sitio donde nace el límpido río encargado de surtir, sin descanso, con agua bendita a la agradecida ciudad. Con frecuencia veremos, en la parte más alta de la montaña, un inmenso arco iris que anunciará la caída inminente de abundante lluvia necesaria para renovar el verde intenso del paisaje.
Todos los días, a medida que va saliendo el sol, se abre un gran abanico multicolor en las ramas de los árboles para presentar solemnemente a las vistosas lagartijas con su renovado show, orientado a mimetizar su presencia. Muy cerca de allí, estará el sagrado sitio donde nace el límpido río encargado de surtir, sin descanso, con agua bendita a la agradecida ciudad. Con frecuencia veremos, en la parte más alta de la montaña, un inmenso arco iris que anunciará la caída inminente de abundante lluvia necesaria para renovar el verde intenso del paisaje.
Ese monumento sagrado, que cada día estoy
viendo, está diagramado con muchos
caminos vírgenes y múltiples senderos insospechados que tienen el don
divino de rejuvenecerse ante la mirada solidaria del tiempo.
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