Por: Héctor Camacho Aular.
Aquella casona nació en la muy conocida calle Real de la ciudad. Tenía una enorme puerta de madera maciza en la entrada principal y estaba rodeada de grandes ventanales que servían para ventilar los anchos espacios de cada habitación. Como dato curioso, al dueño original del inmueble nunca se le ocurrió ponerle nombre. En su interior contaba con amplios cuartos y un largo corredor sostenido por llamativas columnas que rodeaban el patio central andaluz, donde convivían con suprema felicidad la flora y la fauna. Allí había distintas variedades de flores y arbustos además de una legión de pájaros multicolores encargados de despertar al silencio con la entonación de hermosas suites celestiales.
Con el correr de los años, la casona ya sexagenaria fue adquirida por un sabio poeta quien la habitó por mucho tiempo en compañía de su inseparable familia. Éste pasaba noches y días leyendo en su biblioteca obras de escritores clásicos, por lo general, en el idioma original de sus ediciones. Otras veces escribía poemas y relatos que siempre guardaba en el estante exclusivo para sus creaciones. Con frecuencia tocaba, con su vieja mandolina, antiguas piezas populares de su pueblo natal. Nunca dejaba de escuchar la música de su abultada colección de discos de acetato en compañía de una selecta copa de vino. Para su orgullo ancestral, varios de sus hijos compartieron con él, la devoción y el hábito por la literatura, hasta convertirse en grandes escritores de fama internacional.
Por ese histórico inmueble también desfilaron honorables soldados de la bohemia, quienes disfrutaron inolvidables momentos de tragos y sabiduría. Un día inesperado, la centenaria casona decidió cerrar para siempre sus cansadas puertas. Minutos antes, todo aquel arsenal de verso y prosa que permanecía almacenado en su seno ascendió, con plena justicia, hacia la eternidad de las letras.
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